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El miedo, como una forma de vida

Una carta que circula por Internet refiere un pensamiento que es muy común entre las personas que viven en el extranjero. El cuestionamiento ¿qué le pasa a los mexicanos?, es una pregunta ordinaria entre los norteamericanos que están vinculados, laboral o culturalmente, con nuestro país.
¿Qué le pasa a México? ¿qué le pasa a Ciudad Juárez? ¿qué le pasa a los mexicanos?, preguntas que se agudizan en la mente de muchos, en las nuestras.
Hay días en que nos levantamos intentando ser héroes, pero el heroísmo decae ante la realidad de nuestro mundo. Atrás de nosotros hay mucho que perder. Nos aferramos a la paz y desechamos la guerra.
Leí la colaboración de un cibernauta hispano que escribía desde Estados Unidos: qué dolor tengo por el pueblo mexicano... hasta cuando tanta humillación y cinismo por parte de su propio gobierno, de los delincuentes y de los EU con los pueblos del mundo y especialmente con los pueblos latinoamericanos. Un gobierno que tanto cuestionó y criticó como inútil el muro de Berlín y ahora miren lo que hace, aprueban la construcción de un muro en la frontera de Mil 226 kilómetros de longitud a un costo de cerca de 2.000 millones de dólares, cuánto se puede hacer con ese dinero en pro a la región, es increíble el doble discurso y la doble moral que pregonan.
¿Qué paso con el pueblo de Emiliano Zapata me pregunto yo? ¿cómo es posible? ¿hasta cuándo tanto abuso? Me siento Humillado e indignado por simplemente ser latino y amar nuestra tierra y nuestras raíces. Esta agresión no es solo al pueblo de México es a todos nosotros como latinoamericanos. Espero algún día vivir para ver levantarse al noble pueblo de México y decir “YA BASTA” de tanta abuso y humillación.
Mexicanos: acaben con esos políticos corruptos que tanto daño le hacen a su pueblo. Noble pueblo de México tan querido por nosotros los latinoamericanos lucharemos de hermano a hermano por todas las injusticias en contra de nuestros pueblos. Estamos contigo y muy pendientes de ti”.
La carta es inocua, una opinión más de algún latino en el ciberespacio. No representa ni un conjuro contra el gobierno ni una acción propicia para incitar a un levantamiento armado.
A lo lejos, los norteamericanos, nos ven como amarrados de las manos, como atemorizados. Ese mismo sentimiento, que lo entiendo muy bien, lo observé en las calles de Cuba, en la Habana y en Pinar del Río, donde he viajado por motivos religiosos.
El orgullo cubano se rige por una absurda práctica de libertad, que no es tal. La gente se siente orgullosa de tener un auto viejo, pero propio. El pago de la unidad, una verdadera odisea en ese país y un abuso por su alto costo, convierte al propietario en un auténtico vencedor.
Tener un refrigerador chino de pésima calidad o el viejo Kelvinator que todo congela, es motivo de orgullo. No se tiene comida en abundancia, pero los cubanos se han acostumbrado a vivir así: con miedo, con miseria, con verdades a medias, con películas americanas censuradas, con la idea de que fuera de sus litorales está el imperialismo que todo lo corrompe.
Un pastor protestante de la Habana dibujaba su experiencia cuando visitó por primera vez la ciudad de Guatemala. Como si fuera hombre de las cavernas, los cristianos guatemaltecos acordaron no llevarlos de golpe a los centros comerciales y a los restaurantes que operan con el sistema de bufete al muy peculiar estilo norteamericano.
En los albores de la navidad, el pastor cubano fue llevado a un centro comercial guatemalteco, cuando los miles de padres de familia salen en busca de los regalos para el amanecer del 25 de diciembre.
Las lágrimas del pastor brotaron al mirar los grandes corredores llenos de juguetes cuyo destino final serían las casas de los guatemaltecos que celebran el nacimiento de Jesús. Pensó en sus hijos, en la desgracia de su país, en su miseria… allá en la Habana, apenas una muñeca usada que alguien le llevó de México y un par de prendas de vestir nuevas.
La indignación y el llanto volvieron a aparecer cuando pisó el restaurante bufete y se enteró que los comensales podían comer sin restricción alguna lo que había en las charolas y beber Coca Cola sin ninguna reserva, sin pensar en el precio que se paga una sola vez.
Recordó el precio en Cuba del popular refresco ‘Tu-Kola’, que es una mala copia de la Coca Cola, que se toma una vez al año, porque el salario no alcanza para más.
Entonces regresó a su país pensando en el engaño en el que viven, deseando un mejor futuro para sus hijos, pensando en la miseria de otra forma, no como la ha institucionalizado el gobierno de los Castro.

ESTO ES MÉXICO

Por desgracia, así como concebimos a Cuba, nos conciben en muchos lugares del mundo. Es frecuente que en las garitas de revisión norteamericanas, cuando uno muestra su visa para ingresar a los Estados Unidos, los oficiales concentran su plática, no en las preguntas comunes, sino en indagar en el pensamiento de nosotros, los mexicanos, ¿qué es lo que nos pasa? ¿por qué hemos dejado que el país se haya desmoronado de esa forma?
Cuando se enteran que nos dedicamos al periodismo, las preguntas se tejen más finas ¿cuándo se va a acabar la violencia? Para usted, ¿qué está pasando? ¿por qué tanta muerte?
En tres minutos tenemos que concentrar nuestras ideas, para saciar las dudas de los oficiales de migración que tienen años sin acudir a nuestro país, a sus cantinas, a sus restaurantes, a sus salones de baile, con sus médicos, a sus prostíbulos…
Porque por desgracia Juárez es eso. Los visitantes, muchos de ellos funcionarios públicos, empresarios, hombres distinguidos en sus ciudades de origen, gozaban en el pasado de la privacidad en los centros de diversión ‘non sanctos’, entre bailarinas y prostitutas.
Acudían a los lugares donde el ‘pacto de silencio’ es una regla ordinaria. Los varones acuerdan no echarse de cabeza, no ‘peinarse’ (argot que significa ir de chismosos) con las concubinas que esperan, como mujercitas de bien, al marido que tarde o temprano llegará a casa con la historia del día, con la mentira que nadie creerá, pero que él se la cree, porque así es mejor vivir, entre la mentira.
Allí, entre la miseria y el pecado, “el prohombre y el gusano bailan y se dan la mano sin importarles la facha”, como cantaría Joan Manuel Serrat en la canción costumbrista conocida como ‘La Fiesta’.
El sábado, los ilustres visitantes, brincaban al otro lado a azolar las tiendas de moda de Cielo Vista en espera del domingo cuando, sin ningún cargo de conciencia, regresaban a casa con la satisfacción de haber estado en Ciudad Juárez y El Paso, Texas, entre el pecado y el ‘shopping’.
Soñando, pensando, deseando que la próxima fiesta sea mejor y que, en ese destrampe, esté el compadre o el socio que se quedó con las ganas de venir y no pudo.
Ayer y en la actualidad la prostitución a domicilio sigue de moda. Las mujeres (y algunos hombres) van a hoteles y casas –“las 24 horas del día”, dicen los anuncios- por 200 pesos la hora. Eso gusta a los visitantes que se encierran en los hoteles de lujo; que hasta la comodidad de su cuarto llegan las bellas de noche… una o dos (para cumplir con la fantasía), ¡no importa la depravación total!, están en Juárez.
La gente nos pregunta si estamos de acuerdo en que los jóvenes (muchos de ellos menores de edad) ingresen a los antros y beban como cosacos, sin importar el límite y, claro, ni la edad.
Los corruptos agentes de Gobernación estatal y de Comercio Municipal, están allí para atender el problema… para quedar bien con los dueños de los mal llamados centros de diversión.
Los pleitos, las violaciones a jovencitas borrachas o drogadas, no importan para la autoridad. Lo que interesa es que suene la caja registradora, que se abran muchos negocios que paguen impuestos, porque eso es sinónimo de una ciudad boyante.
En esa cultura los grupos delictivos si hicieron dueños de los bares y cantinas. Entonces los inspectores se retiraron porque sus vidas corrían peligro. Impunidad total.
De allí vienen las historias negras, las que se platican en las calles de Ciudad Juárez. Hombres asesinados dentro de cantinas de buena o mala muerte, cuyos cuerpos son tirados en callejones oscuros con varios balazos en el cuerpo; allí no hay cordones amarillos, ni protocolo de investigación, ni oficios de clausura, ni mucho menos sanciones.
Un par de talacheros se encargan de limpiar la sangre que se regó en el local, que antes fue cubierta con aserrín, mientras los comensales, en una cobarde postura, hacen como que nada ocurrió e intentan seguir la fiesta… y luego, a medios chiles o totalmente ahogados de borrachos, se van a casa, a dormir, con la conciencia limpia, como si la muerte fuera algo común para otros.

Y QUÉ NOS PASA, PUES

La pregunta retumba entre los millones de mexicanos… ¿qué nos pasa? Investigadores han referido que la ciudadanía está harta, pero al mismo tiempo domesticada.
El miedo ha hecho efectos desastrosos en nuestras vidas. Le tenemos al gobierno porque nos han hecho creer que los grupos paramilitares van a llegar a nuestras casas y nos van a desaparecer por ser disidentes; le tenemos miedo a los policías porque nos han dicho que la mayoría de ellos sirve al narcotráfico; le tenemos miedo a los sacerdotes porque nos han hecho creer que son los representantes de Dios en la tierra y nos pueden excomulgar por pensar contrario a ellos y a la corrupta iglesia que representan.
Esas escenas de miedo se repiten en las escuelas públicas y privadas, donde las sociedades de padre y los directivos son entidades de poder, imposibles de combatir; tenemos miedo denunciar al maestro que hizo tocamientos a un niño o a una niña, porque creemos que la autoridad escolar lo va a proteger y la criatura se va a convertir, dos veces, en víctima; tenemos miedo ir a denunciar los delitos del fuero común a la Fiscalía estatal (antes Procuraduría de Justicia), porque nos han hecho creer que los ministerios públicos están ligados con los delincuentes.
No hablamos a los teléfonos de emergencia y a los de denuncia anónima porque, en el fondo, estamos seguros que alguien más está escuchando lo que hablamos y, en cualquier momento, vendrán a nuestra casa a cobrar venganza.
La paranoia se apoderó también de nosotros, recorremos las calles pensando que el de enseguida es un sicario y el de enseguida piensa que nosotros somos algún tipo de delincuente que en cualquier momento les vamos a hacer daño.
Hemos dejado de responder las llamadas de teléfonos que no conocemos; en muchas casas se dieron de baja las líneas telefónicas; en otras se han colocado rejas y sistemas de seguridad que sabemos que, a la hora de la hora, no servirán para nada.
Es por eso que la gente pregunta y cuestiona ¿qué le pasa a los juarenses? ¿quién le robó la esperanza?
Escriba a Rafael Navarro dirjua@prodigy.net.mx

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